miércoles, 21 de julio de 2010

Encierro

Me es tan familiar esa sensación de vacío, de frío permanente...

Recuerdo que antes temblaba buscando algo de calor y resolvía intrincados laberintos de cabello; ahora sólo recuerdo que lo hacía, pero no logro remitir la sensación precisa. Mentiría si dijese que me duele o me entristece; esas emociones son ya demasiado intensas para poder sentirlas, las he perdido; han dejado lugar a la indiferencia que es más cruel, pero serena.
A veces me pregunto qué es esa masa helada dentro de mi pecho y por qué no se detiene de una vez; algunas de esas veces obtengo una respuesta que no logro escuchar bien; el ruido dentro de mi cabeza no me deja. El ruido dentro de mi cabeza me mantiene hipnotizado; medio dormido en el día y medio despierto de noche.
Tenía mis distracciones para hacer más llevadero el resto del encierro. Buscaba su mirada en otras, buscaba precisamente esa mirada. No la encontré porque no había otras y si las hubo, no las ví. No me importó. Con el tiempo aprendí a dejar de buscar lo que ya no se puede encontrar y aprendí a mirar hacia el horizonte, donde no se alcanza a ver más, porque no hay tal cosa como un horizonte en un encierro.
Noté cómo poco a poco me iba haciendo de piedra y destruía lo que creía tocar suavemente; el frío me hacía de piedra y no lo detuve cuando pude. Así destruí todo mi entorno.
Llamé a mis musas pero ya no quieren inspirar, están apáticas y tumbadas en un rincón oscuro, como esperando ser rescatadas... y mi espada, está rota por intentar derribar las columnas que terminaron cayendo y sellando la salida.
Fui elocuente y abstracto; lastimé con la elocuencia y confundí con la abstracción. Ante eso, no me queda nada, porque es naturaleza de la roca la aspereza, del frío la distancia y de mí, la soledad.


Con la ínfima luz que se cuela entre las rocas, me acerco al rincón donde yacen mis musas, buscando consolarlas, pero en el suelo sólo hay sangre... y plumas blancas.